ARTÍCULO PUBLICADO EN LAS NOTICIAS DE CUENCA EN 2018
Es cuando se hace de noche, cuando desaparece
a nuestro alrededor la claridad y elevamos la mirada hacia el cielo, cuando
percibimos el brillo de las estrellas. Es entonces también, en la oscuridad, cuando
más proclives somos a volver la mirada hacia los recovecos de nuestro ser y sentir
el mundo con más hondura.
Mirar hacia arriba suele traer
dolor después al no encontrar respuestas a las preguntas, al no hallar sosiego
cuando amanece y la luz de las estrellas se apaga, pero también, esperanza:
oscuridad y claridad, sombras y luces que hacen que la realidad nos impacte con
una sobrecogedora intensidad tenebrista.
Así lo hace en la Sala Negra
del Museo de Arte Abstracto, donde la penumbra más absoluta contrasta con la
luz que emana de las obras enfrentadas, en la que un intenso contraste lumínico
propio del naturalismo barroco nos lleva a detenernos ante una tenebrista realidad impactante, como la
de Caravaggio, como la de Ribera, como la de Zurbarán: hecha de luces y de
sombras, de materia y de espíritu, de Tierra y de Cielo.
He ahí la pintura de la
escuela barroca española, terrenal y espiritual, naturalista y trascendente, con
un descarnado realismo que no sea acaso, quizá, más que el inicio del trayecto inevitable
para cruzar el umbral de las apariencias y elevar la mirada al cielo en busca
de respuestas ante el misterio del mundo, ante la caducidad de la vida.
De esta forma lo hace San
Francisco en oración, obra pintada por Zurbarán en 1659 y cedida
temporalmente por el Museo del Prado con motivo de la celebración de su
bicentenario: la pesadez de la tela de sus hábitos marrones y el aire de
cotidianeidad de la improvisada naturaleza muerta que hay sobre la piedra en la
que apoya su brazo nos remiten a lo terrenal, a la materia; la calavera que
sostiene con su mano derecha nos recuerda que materia somos y que a la Tierra
volveremos. Y sin embargo, los elementos que conforman la primera -un crucifijo
de madera y un libro cerrado- nos remiten a una realidad trascendente y el
cráneo dirige las cavidades de sus ojos vacíos hacia el rostro devoto de un
santo que, entreabriendo humanamente la boca, dirige su mirada al Cielo y reza
por lo que ha de venir.
Lo sagrado se vuelve
cotidiano en la obra del maestro de la escuela sevillana, como en la de toda la
pintura barroca hispana, y lo cotidiano no es más que la cáscara que recubre esa
realidad trascendente que palpita en el arte español.
De Tierra y de Cielo
están pintadas las obras de Zurbarán, donde la fisicidad y pesadez de las telas
de los hábitos monacales -con frecuencia de un intenso color blanco- nos
remiten a la primera a la vez que los enjutos y descarnados rostros nos remiten
al segundo, donde en los intensos contrastes lumínicos dialogan también ambos ámbitos.
Y de materia y de espíritu lo están los cuadros de dos zonas que pintara Gustavo Torner, uno de los artistas
contemporáneos que en la Sala Negra del museo homenajean al maestro de la
escuela sevillana.
A mediados del siglo XX,
el pintor conquense llegó a la abstracción a partir de un intenso realismo, a
través de la penetración profunda en una realidad aparente que no parecía ser
más que la primera estación de un viaje a las entrañas de la naturaleza, por el
misterio de un mundo incognoscible que no siempre tiene que causar temor.
Pese a la presencia física
de la muerte sobre la mano del santo, no es temor lo que produce ese paisaje
amable y dulcificado (desprovisto del tenebrismo de otras obras del pintor
quizá debido al cambio de gusto producido en Sevilla por la influencia del
estilo de Murillo) que envuelve al San
Francisco en oración de Zurbarán. Y tampoco, la emoción que sentimos frente
a la inmaculada intensidad lumínica de ese Homenaje
a Zurbarán realizado por Gustavo Torner en 1970 que observamos en la misma
sala.
Gustavo Torner, Homenaje a Zurbarán, 1970 |
En esta última obra, la
luz parece haberse impuesto a la penumbra y la corporeidad de los hábitos
blancos de los monjes zurbaranescos,
haberse tornado espíritu, no más que un Cielo esperanzador en el que ya no
tiene cabida la muerte. En la misma, la derramada sangre de color púrpura que aún
aflora a la superficie en el Transparente
Rosa de Zóbel (1964) ya no tiene lugar pues la misión redentora parece
haberse efectuado ya y la superficie pictórica no ha de cobijar anécdota
alguna. El espacio inventado por el hombre humanista ha sido sustituido por un
espacio metafísico, el mismo que en el fondo, quizá, le interesaba a Zurbarán: ¿No
se manejaba bien en las composiciones donde tenía que insertar varias figuras?
¿No era capaz de generar un espacio físico convincente en sus pinturas? ¿O se
olvidó de hacerlo de tanto desviar los ojos hacia el Cielo?
Tampoco hallamos espacio en
el Homenaje a Zurbarán realizado por
Joseph Guinovart en 1964, si bien en este vuelven a cobrar presencia física los
hábitos monacales realizados por el pintor extremeño, esta vez, de nuevo pesados,
pero rotos, resquebrajados. Estos parecen haber empezado a descomponerse junto
a una contrastada zona en penumbra que nos remite a aquello que se nos escapa, pero
que, en lugar de formar parte de los dominios del espíritu, nos arrastra hacia una
muerte putrefacta.
Se nos recuerda que somos
materia en estado de descomposición en obras como la de Guinovart, o como las
de Tapies, o como las de Millares: telas rajadas, superficies arañadas, gritos
desazonados. Pero también, orden y raciocinio en obras como el Homenaje a Zurbarán de Gerardo Rueda
(1965) o las del propio pintor homenajeado, testigo de esa línea del arte
español paralela a la expresionista de veta
brava que practicaran maestros como Goya, Solana o los informalistas del
grupo El Paso.
Josep Guinovart, Homenaje a Zurbarán, 1964 |
Se trata de una vertiente
que puede rastrearse en ese purismo analítico y racional del estilo herreriano
o escurialense, y también, en el estilo de artistas españoles del siglo XX como
Juan Gris, Jorge Oteiza o el citado Gerardo Rueda. En su Homenaje a Zurbarán, los hábitos dañados de las obras del pintor de
nuevo se han recompuesto, y lo han hecho con la precisión del arquitecto
metódico que todo lo puede, con el orden propio de un mundo construido con
escuadra y cartabón. Entre las líneas rectas que se trazan en la superficie
blanca todo es reposo, no parece haber lugar a la tragedia que con frecuencia
ha cobrado éxito para identificar al arte genuinamente español y sí a la
contención racional de aquel que siente que tras la materia que se corrompe hay
algo más.
Tras los ojos de San Francisco en oración, algo más que
un inerte cráneo vacío como el que sostiene en su mano, tras los de los
pintores que en el museo homenajean a su autor o los del propio Zóbel al tomar
apuntes en el Museo del Prado y observar las pinturas de la escuela barroca
española, algo más que naturalismo, y tras los nuestros, al contemplar las
obras expuestas, algo más que esa brillante confluencia de la tradición y la vanguardia:
El encuentro de los dos
elementos que identifican a la substancia
española, al ser español, ese caldo galdosiano que, aunque durante
siglos provocó un problema que derivó
en sangre derramada, quizá sea el artífice de que en el arte abstracto español se
cumpla la unamuniana misión de España frente al mundo, la quijotesca España ejemplar: la materia y el espíritu, la
razón y la fe, la Tierra y ese mismo Cielo sobre el que, en medio de la
penumbra de la Sala Negra del museo, llevándose su mano derecha al pecho, posa
sus ojos lacrimosos San Francisco en
oración.
MARÍA
FRAILE YUNTA