Un cepillo dental, una cuchilla de afeitar, una pastilla de jabón... Una silueta ausente reflejada sobre un espejo que nada refleja. Nada sino la fugacidad y transitoriedad de aquello que atestigua: La vida. La vida y la muerte. La vida herida de muerte y la muerte renqueante de vida. La presencia de la ausencia y la ausencia de la presencia. No hay vida frente a ese espejo, la coloración de la muerte ha caducado su reflejo. Pero hay una muerte vital, que es aquella que con más saña define a la vida. Por lo que hay vida. ¿Y qué es la vida? La vida la trasluce una mirada velada por el tiempo, una mirada tan fugaz como el reflejo sobre ese espejo. Una mirada que, antes de correr junto al agua de ese grifo, ha fijado sobre su reflejo el temor a un perfume putrefacto: al perfume de la muerte: el enemigo a aniquilar perfilado en el reflejo.
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ANTONIO LÓPEZ. LAVABO Y ESPEJO. 1967. |
No hay salida.
No la hay en Lavabo y espejo (1967). Tampoco en Taza de váter y
ventana (1968). Una colilla dormita aplastada sobre el suelo sugiriendo la
caducidad de unas manos que levantaban impávidas esa tapa de urinario, o que
tiraban mecánicamente sobre ese rollo de papel higiénico cortado de forma
irregular. ¿Hace cuánto? Hace años. No, ayer mismo. Hace segundos. Hace un
instante. Hace un momento que la piel de esa mujer ha comenzado a arrugarse
entrando en un estado circunspecto. El agua ya está tibia y ella, insulsa. Ha
olvidado la caducidad de su piel. Ignora el paso del tiempo, suspendido de un
hilo tan tenso como el hilo del que pende esa bombilla de la Cocina de
Tomelloso (1975-80) o de La luz eléctrica (1970), donde una
habitación muestra los estragos que el tiempo ha dejado en su interior.
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A. LÓPEZ. ESTUDIO CON TRES PUERTAS. 1969-70. |
Temible e
inevitable, respetado e inútilmente burlado, él es el artífice de esas grietas
de El cuarto de baño (1970-73). Él es el culpable de que esos
huevos de la Nevera nueva (1991-94) se echen a perder. Él
es el motor y el exterminador de la vida: obsesión, definida ésta como el paso
del tiempo, del pintor Antonio López.
Sus lienzos y
tablas como una piel. Como una piel que el propio tiempo sella, instalando la
vida en un instante, en el presente. En un aquí y ahora ahogado. Delimitado por
tres dimensiones que no son más que los límites del fluir de la vida, efímera y
caduca. Imposible de perpetuar. Tampoco en esas afamadas vistas de Madrid que,
con una instantaneidad y realismo pasmosos, hieren la sensibilidad. Angustia la
temporalidad de la concepción vital que traslucen. Angustia su reiteratividad.
Angustia comprobar, como diría Barthes, que aquello fue y ya no es.
Antonio López
libró una batalla al propio Tiempo. Hasta los años 60, iluso, creyó ganarla,
instalando a sus retratados en un estadio atemporal que no hacía sino poner en
ridículo a los modelos retratados. Los alardes surrealistas de nada le
valieron. Desde entonces, el tiempo se fue adueñando de su pincel. Fue cogiéndole
terreno hasta llegar, incluso, a expulsar la presencia humana de muchas de sus
obras. Ninguna figura de hombre o mujer a cambio de una potente mirada al otro
lado de las mismas, observando, aterrada, la caducidad de su propia vida.
Platón asociaba
la belleza a la verdad. Antonio López hace lo mismo, a pesar de que, en
ocasiones, la verdad esté colmada de fealdad y se haga necesario un inmaculado
espejo para traslucir su reflejo.
PUBLICADO EN LA SECCIÓN DE ARTE DE FANZINE RADAR.
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