El mismo que, ascendiendo por una
moldeable espiral de hormigón, transitamos cuando recorremos el interior del
edificio construido por Frank Louis Wright para albergar la
colección de Solomon R. Gugghenheim; aquel que, de una forma
abrupta e intimidatoria, nos conduce hacia el interior de La Tierra
de André Masson y que, mutilado en vestigios deformes, habita en la
Maqueta de apartamentos de Matta Echaurren.
Seguimos ascendiendo, con la mirada,
por los rieles de ese glande. Intentamos alcanzar el brillo en el tótem de Alberto
Sánchez: al final está la estrella, el objeto de deseo. Pero la
estrella no es el único anhelo. Las vísceras se entremezclan en los muros de Casa
Nova (1920), de Hermann Finsterlin. También en los detalles para
las entradas del metro de París de Hector Guimard (1900)
fotografiadas por Brassai. Los huesos se petrifican, como vestigios
arqueológicos, en la Reminiscencia arqueológica del Ángelus de Millet
de Dalí (1935): habitables aún en La ville qui reve de Victor
Brauner; congelados por el tiempo en los escenarios oníricos de Giorgio
de Chirico.
Transitemos por los conductos de la
mente, cauces hacia el inconsciente y también hacia el interior de una urbe en
La ciudad craneal de André Masson (1940); de una urbe proyectada
con muros de hueso e intestinos de ladrillo: material legitimador de la
estrecha relación entre las entrañas del cuerpo humano y el esqueleto de la
arquitectura, entre la escala de la segunda y la medida del primero.
Entre un cuadrado y dos círculos se
halla éste contenido en el Modulor de Le Corbusier;
entre dos brazos en cruz, proporcionalmente, en la planta de algunas iglesias
medievales. Con los brazos en aspa y el centro de gravedad en el ombligo, Vitrubio
lo contuvo en aquel famoso dibujo en el que trató de encerrar al ser humano
perfecto, evocado en las medidas de todas aquellas construcciones que
pretendían adolecer de clásicas.
Tras la arquitectura, un demiurgo
especular, un espejo que a la vez que embebe, proyecta, que a la vez que se
alimenta, imprime en su refracción la medida del propio cuerpo que lo alberga.
Tras las páginas de Arquitecturas cuerpo, una mirada eterna; una
mirada que, aunque hoy esté exhausta, supo plasmar en papel la refracción de
ese ojo proyectando su propia medida, los frutos de esa intensa relación entre
el ojo del arquitecto, su propio cuerpo y la arquitectura que proyecta.
Arquitecturas-cuerpo, Juan Antonio
Ramírez, Madrid, Siruela, 2003
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