La sangre fluye, fluye y punza el
alma cada vez que la mirada se desvía desde el zapato puntiagudo del cadáver
hasta el muro en cuyas piedras ésta ha dibujado el contorno de la muerte;
muerte de rostro atroz de cuya presencia ninguna duda puede quedar al posar la
mirada una y otra vez sobre esa imagen cuya única verdad es, a doble partida,
ella misma: la muerte de ese hombre cuya vida algún día fue y ha dejado de ser
incluso antes de que el disparo de la cámara se encargue de recordarle su
carácter perecedero, el carácter perecedero de su paso por este mundo; ese al
que estamos condenados cuando por primera vez vemos la luz tras salir del útero
materno y que la propia luz que nuestro cuerpo emana se encarga de clavar a
fuego en el fondo de la cámara obscura.
Punza el alma la demencia de los
espantados ojos de ese harapiento niño que, junto a su madre, intenta a duras penas sobrevivir a la tragedia que ya
le aguardaba antes de nacer, los hacen los ojos de ese maquinista y fogonero
que, con las manos aún tiznadas de carbón, han dejado por un instante de girar
la palanca para que el “disparador” inmortalice eternamente su paso por el mundo,
la verdad de su existencia, “el aire” que emanan, no tanto sus cuerpos, como sus
almas.
Esto ha sido, ha sido e iba a dejar
de ser, ha sido y ya no es… Tampoco es ya ni volverá a ser nunca el traqueteo
de esa Caravana de traperos que se
aleja por el polvoriento camino, ni el compás de esos barrenderos que,
empapándose bajo la lluvia, retiran con escobones la nieve que entorpece el
paso de los transeúntes. Nunca más volverá ese campesino extremeño a empuñar la
hoz y el martillo de sus amores, jamás volverá a reflejarse el horizonte de ese
valle en los cristales de las gafas de ese párroco que, subido al cerro más alto,
promete a la muchedumbre vida eterna.
Nada, nada de todo ello queda ya,
solo imágenes en nuestra retina que, apresadas en papel, poco a poco
participarán del mismo carácter perecedero que la vida que las habita. “Sigue
pues, sigue cuchillo, volando, hiriendo. Algún día se pondrá el tiempo amarillo
sobre mi fotografía”, tornando mi recuerdo en nostalgia, pura y simple
nostalgia por aquello que fue, que identifica mi pasado y la vida de aquellos
que me precedieron y gracias a quien hoy soy quien soy, y no solo en lo más hondo
de mi recuerdo, sino también en la mente de todos aquellos de fuera que alguna
vez escuchan el nombre de España: un país que nunca dejará de vivir de su
pasado y de los mitos que en él habitan: el torero Manolete y la Plaza de toros
de la Maestranza, la folclórica Lola Flores y el dramaturgo Jacinto Benavente,
la Verbena de la Paloma y el bandolero andaluz pero, más que de nada, de esa
brecha que algún día dividió a su tierra en dos regiones enfrentadas: la España
tradicional, conservadora y apegada a los principios de la moral y la España
liberal, progresista y abierta a la
gente de fuera; de esa fractura que nos resistimos a cerrar y que no hace sino
alimentar esa imagen “romántica” contra la que tanto lucharon los
noventayochistas y convertirla en una tierna y acartonada caricatura a la que
los cómicos Miliki y Fofó parecen poner rostro.
Pedazos de un espejo que reflejan la
identidad de un país que algún día fue nos hacen pensar que éste se obstina,
pese a las huellas que va dejando el tiempo, en no dejar nunca de ser aquel, en
no desligarse jamás de esa identidad que parece destinada a perseguirle hasta
el fin de sus días, convirtiendo al “spectator”, pertenezca al tiempo al que
pertenezca, en verdadero protagonista de la vida que en ellos se refleja.
No es arte lo que exponen estas
imágenes, ni siquiera pretenden serlo: es fotografía, pura y llanamente
fotografía, pues más que en ningún otro caso nos dicen que “esto ha sido”, que “esto
ha sido y ya no es”. Al igual que tú hoy, ellos creían y se obstinaban en ser
siempre al posar para el “operator”, pero la cámara no se encargaría sino de
dejar constancia de todo lo contrario: de su inevitable caducidad.
No estamos ante imágenes tomadas con
una cámara obscura, estamos ante imágenes tomadas con una cámara lúcida, de la que a todas luces son inseparables el amor y
la muerte; el amor por lo que algún día fue y algún otro dejaría de ser, el
placer por la nostalgia que produce la visión de aquello que nos punza el alma:
la contemplación de nuestra propia muerte: verdadero noema de la fotografía
para Roland Barthes.
ARTÍCULO SOBRE LA EXPOSICIÓN EL MADRID DE SANTOS YUBERO. CRÓNICA FOTOGRÁFICA DE MEDIO SIGLO DE VIDA ESPAÑOLA 1925-1977)
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