ARTÍCULO PUBLICADO EN LA TRIBUNA DE CUENCA EL JUEVES 29 DE ENERO DE 2014
Amarillo intenso es el reflejo de la luz que cruza el cristal que da a
la hoz del Huecar creando un fuerte contraluz con sombras acusadas: negras,
como el pigmento del lienzo que, como un collage, muestra restos de coronas
adheridas en distintas posiciones, como el de una tradición que, una y otra vez,
ha vuelto la mirada sobre sí misma y su propio ser: la del arte español.
No es que en
la tradición de la pintura española no haya habido luz -he ahí los lumínicos
(que no impresionistas) cuadros de Joaquín Sorolla-, por ejemplo, pero desde
que a principios del siglo XX Julián de Juderías escribiera La leyenda negra y Darío de Regoyos
-seguido por José Gutiérrez Solana- La
España Negra, con todas las resonancias que estas incluyen, el color que se
ha venido identificando con la tradición del arte español -o al menos por parte
de unos cuantos historiadores- ha sido el negro.
Lo veíamos en
la etiqueta impuesta por Felipe II en el siglo XVI, en las Pinturas Negras de Goya en el XIX, en los sombríos cuadros de Zuloaga
y de Solana en el XX, en los expresivos
cuadros de Saura y de Tapies y en las arpilleras de Millares…, y lo vemos en el
“collage” realizado en el XXI por un
artista -en este caso no español (Assab Kassad)- para tratar -acertadamente- un
tema español: el de la muerte de los reyes Alfonso VIII y Leonor de Plantagenet,
en la muestra que sobre ellos versa en el Museo Casa Palacio de Cuenca y está a
punto de clausurarse.
Asaab Kassad, Sin título, Técnica mixta.Foto: Michel Muñoz. |
En él la materia -en la que se ven las huellas y
¿arañazos? del hombre bajo el ataúd de la muerte- sobresale, para configurar un
cuadro informe donde la única
figuración es la que aportan las coronas doradas -lo único que ha sobrevivido a
la muerte- ¿de chapa?, ¿de cartón?, ¿de plástico? No importa de qué material
sean, lo importante es que con tan solo materia
y color y recurriendo a la
técnica del collage -también inventada por un artista español (Picasso) junto a
Braque-, el artista ha sabido tratar un tema español con los recursos que han
definido el ser de un arte que antes
que cualquier otra cosa se ha preguntado una y otra vez por sí mismo, por su
propio ser e identidad: el español -principalmente- del siglo XX.
No es solo en
esta obra donde la tradición española se exhibe a lo largo de la muestra en
cuestión, sino también en otras de autores como, por ejemplo, el conquense
Óscar Lagunas, ante las que es inevitable no recordar la pintura del mismo
Antonio Saura -un integrante del grupo informalista “El Paso”- que de Cuenca
hizo su hogar en sus estancias frente “al señor de la casa de enfrente”-; de
Emilio Morales -el maravilloso comisario de la muestra-, de Carlos Codes, quien
sobre una superficie amarilla restriega manchas y garabatos informes de color
negro; e incluso de Remy que, pese a recurrir a la figuración, no renuncia del
todo a la abstracción y reduce la paleta a dos colores, enmarcando la
representación ecuestre del rey Alfonso VIII sobre un fondo negro.
No es la
abstracción la protagonista de la muestra -pese a que en la misma existan
magníficos ejemplares de la misma como, por ejemplo y además de los que ya
hemos citado, la obra de José Manuel Velasco (que parece evocar el mismo
Expresionismo Abstracto americano de Jackson Pollock) o aquella otra de Arturo
Pérez que, salvando las distancias, recuerda al famoso Cocktail Party de Antonio Saura-, y tampoco la escultura, donde por
cierto, destaca la majestuosa figura del monarca magistralmente realizada en
hierro por José Luís Martínez. Y digo magistralmente porque es magistral lo que
suscita su barroca indumentaria, el ondeo de su cabello y su barba, la
corpulencia de una figura compuesta con un material y técnica que, de nuevo, aluden
a una tradición genuinamente española:
la del hierro forjado y que a la vez que los pintores informalistas, también
escultores como Martín Chirino (quien, por cierto, también pasó por Cuenca),
Chillida, Oteiza o Serrano retomaron siguiendo a maestros como Picasso, Julio
González y Pablo Gargallo en los años cincuenta del pasado siglo.
Destacaría
además a colación de lo anterior las gráciles y sintéticas “cabezas” regias de
Diego Canogar que, frente a los cristales de las ventanas que dan a la hoz, se
convierten en una especie de “marcos” del paisaje donde figura y espacio se
funden; otra escultura de acero también de potentísima y acertada expresión de
Miguel Ángel Rivas; la estatua ecuestre -esta vez de factura clásica- en bronce
de Javier Barrio…, pero también por ello obras que se desprenden de la
tradición aludida para centrarse igualmente en los protagonistas de la muestra:
los monarcas Alfonso VIII y Leonor de Plantagenet.
Ejemplo de
ello son la original obra en barro de Tomás Bux, fiel a su estilo abigarrado,
exuberante y en el que el horror vacui
parece estar presente para que no quede en el olvido ningún elemento de interés
-todo es importante-; las irónicas, sintéticas e infantiloides -en el buen
sentido de la palabra- figuras de los reyes recortadas sobre madera y donde el
negro -una vez más- vuelve a estar presente de forma activa; la narrativa pintura
de Víctor de la Vega donde la majestuosidad del rey queda patente; la obra de
Ana I. Martínez, donde a los reyes les dan vida dos figuras de aire mecanizado envueltas
por un entorno onírico que no ayuda a que se deposite confianza en ellos; el
cuadro de un autor donde parece traerse a colación la tradición bizantina de
los iconos sagrados; o la obra de José García, donde sobre un fondo de
arquitectura gótica inspirada en la Catedral de Cuenca, un caballito infantil
-muy lejos del que aparece en la estatua ecuestre de bronce- alude a la figura de los reyes.
Destacaría
también la figura de la reina en la pintura de Concha Márquez, plana y muy
sintética, como lo sería si hubiera sido realizada en la misma Edad Media; la
de Belén Carretero, cuyo rostro y mirada fija parecen extraídos de los propios
retratos romanos de Al Fayum; la obra de Migue Ángel Moset, donde al rey y su
caballo los envuelve un ambiente extraño y por qué no, repulsivo, donde el rojo
de la sangre parece enturbiar todo lo que los envuelve; la de Julián Pacheco,
donde Alfonso VIII adopta la silueta de un rey de estado moderno en su despacho
vestido de forma actual, pese a que parezca deformarse poco a poco… Y todo
ello, sin olvidar obras como las de Antonio Villatoro, donde las cabezas de los
reyes se abstraen hasta recordar a las máscaras primitivas -tan insistentemente
recuperadas y aludidas por los artistas del siglo XX-, y José Miguel Fernández
Vela, donde sucede algo parecido; de Francisca Casas, Julián Palomares, Arturo
García, Vicente Marín, Fernando Pellisa, Mari Carmen Ayllón, Ruth García, Óscar
Pinar, Jesús Ocaña u otras de técnicas diferentes como las de Miguel Romero, Julián
Recuenco, David Ciulebras, Luis Castillo o Juan Manuel Cervera -entre otras-.
No he de
terminar este recorrido por las obras que integran la exposición con la que culminan
los actos que han conmemorado el 8º Centenario de las muertes de Alfonso VIII Y
Leonor de Plantagenet sin hablar de una obra cuya autoría es de Paco Clavel
pues, de igual forma que aquella con la que arrancábamos, no elige la figura de
los monarcas para aludir a ellos, sino un atributo -en este caso un escudo de
metal- que, igual que las coronas de Asaab Kassad, se convierte en un símbolo.
Y es que,
contrastadas con el resto de obras, ambas dan idea ya no solo de cómo el
retrato es algo subjetivo, sino de cómo este puede existir incluso en obras
donde los retratados están físicamente ausentes, y hacen reflexionar sobre
aquellas donde verdaderamente encontramos “retratos” y aquellas donde hallamos
“tipos”, sobre cómo hay ocasiones en que una obra cuya pretensión era la de
convertirse en un “retrato”, no es más que un “tipo”, y otras, en que una que
quizá podría albergar las características de un “tipo”, se convierte en un
retrato “colectivo”.
Cuando
Picasso retrató a Gertrude Stein y le
dijeron que su retrato no se parecía nada a la modelo, contestó: “No se parece,
pero se parecerá”: hoy no podemos preguntar a quienes conocieron a los reyes si
se parecen o no en estos retratos, pero, teniendo en cuenta que el retrato no
está hecho de rasgos fisionómicos sino también psicológicos, simbólicos,
biográficos…, ante semejante afirmación quizá podríamos afirmar en algún caso lo
mismo, dado que en base al estudio e investigación en el marco de
conmemoraciones como esta es donde se va dando a conocer y, por ende,
configurando, el retrato de los personajes que han determinado el devenir y han
escrito nuestra HISTORIA.
Julián Pacheco, Sin título, Técnica mixta. Foto: Michel Muñoz. |
FOTOS: MICHEL MUÑOZ
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