ARTÍCULO PUBLICADO EN LA REVISTA ALCAZABA (Nº42) EL 1 DE MAYO DE 2013
No se oye nada en La Quinta (…), tan sólo el batir del aire del vuelo de Asmodea frente al peñasco, el canturreo del ciego que guía a la Romería (…) sobre la loma, el balbuceo con el que el Gran Cabrón hace efectivo su aquelarre… Y es que es grande el silencio: permite oír los garrotazos de ese maldito Duelo (…), las risas de esas mujeres viendo masturbarse al hombre, el chapurreo de ese viejo hablándole al oído al otro…
Porque Goya padecía de sordera cuando decoró la Quinta del Sordo, pero aquello que se escucha frente a cada una de las Pinturas Negras con las que la decoró es aquello que se escucha cuando ya nada se oye; cuando ya nada se oye más que aquello que sólo puede oírse cuando no hay asidero al que agarrarse, cuando no es posible mantener el equilibrio, cuando se mira al cielo y ya nada se encuentra.
No se oye nada en La Quinta (…), tan sólo el batir del aire del vuelo de Asmodea frente al peñasco, el canturreo del ciego que guía a la Romería (…) sobre la loma, el balbuceo con el que el Gran Cabrón hace efectivo su aquelarre… Y es que es grande el silencio: permite oír los garrotazos de ese maldito Duelo (…), las risas de esas mujeres viendo masturbarse al hombre, el chapurreo de ese viejo hablándole al oído al otro…
Porque Goya padecía de sordera cuando decoró la Quinta del Sordo, pero aquello que se escucha frente a cada una de las Pinturas Negras con las que la decoró es aquello que se escucha cuando ya nada se oye; cuando ya nada se oye más que aquello que sólo puede oírse cuando no hay asidero al que agarrarse, cuando no es posible mantener el equilibrio, cuando se mira al cielo y ya nada se encuentra.
Goya, El Perro, 1820-1823 |
Aullaba
El perro junto a Asmodea en la planta alta y lo hacía con la esperanza de hallar
algo que le salvase, que le hiciese emerger a la superficie, que le librase de
morir ahogado en el cieno -esa masa informe que iba a devolverle a sus orígenes-:
“Nada más que polvo se es y al polvo se ha de volver”, decían las escrituras
-quizá una de las pocas lecciones que Goya extrajera de las mismas-; nada más
que un último superviviente atrapado en medio de la nada, sumido en la soledad,
desfigurado por la angustia que genera tratar de hallar una salida a la
situación, una explicación al desamparo, una alternativa al anonimato.
¿Y
quién soy yo?, ¿quién es él?, ¿quiénes somos nosotros?, ¿quién soy yo bajo un
cielo que ya no es cielo, frente a un mar que ya no es mar, ante un paisaje que
ya no es paisaje?, ¿quién soy yo que de un ser diminuto que contemplaba la
inmensidad he pasado a ser alguien a punto de desaparecer, de transformarme a
la par que el mar en lodo y que el cielo en nada? Nada es aquello que a la vez lo
es todo, y que lo es en tanto que es lo único que queda cuando nada se
comprende, cuando aquello que nos rodea se vuelve ajeno hasta hacer que las
formas se vuelvan informes, y el paisaje, una superficie de color, un lugar donde
lo único reconocible, que era yo mismo, en breve va a desaparecer para formar
parte de aquello que no comprendo, que no entiendo y que ahora también soy yo, es
él, El perro, Goya, nosotros, y
también El monstruo de Saura…, porque El perro de Goya es, será, El Monstruo de Saura, ese perro en el que la fisonomía ha sufrido ya
la metamorfosis, el énfasis dramático se ha tornado pictórico y las arenas
movedizas, pintura sola: el asidero que ha logrado hallar el perro goyesco, el lugar
en el que ha conseguido sobrevivir... Y es que lo
Sublime se ha sometido a burla, el aullido se ha
vuelto carcajada…
Antonio Saura, El perro de Goya |
Y es que en La Quinta (…) no se oía nada, el pintor no oía nada, a El perro nadie le oía…, pero las súplicas que lanzaban esas pupilas blancas desorbitadas que son las del perro, y la las de Goya, y las de nosotros mismos, lograron hacer que el animal no sólo no terminase de hundirse, sino también, que lograse emerger tras esa masa informe en la que estaba comenzando a convertirse la pintura y, por ende, seguir existiendo en medio de un mundo cada vez más incomprensible.
“Durante
muchos años he estado contemplando este mismo paisaje y el antifaz hipnótico
entre las rocas (…) sin percatarme de que he estado pintándolo desde siempre.
La curva de la montaña se asemeja a la curva del montículo de donde emerge la
cabeza de El perro de Goya pero, ni
muro, ni roca, ni arenas movedizas (…)”, decía Saura cuando contemplaba tras
una ventana de su estudio conquense el lugar en el que su Perro (…), el Monstruo, aparecía…
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