Nada, ante una peonza que gira sobre el tablero de una mesa no podemos
decir nada. Tampoco ante un volante que está a punto de ser lanzado al aire ni
ante un castillo de naipes que parece estar a punto de caer. Nada podemos decir
ante una voluta de humo que, procedente de una pipa incandescente, dibuja
caracolas en el aire. Ni una palabra ante acciones que no han sido inventadas
sino para provocar estados mentales en los que el ensimismamiento, el
recogimiento y la concentración se apoderen de nuestra atención. Instantes de
silencio; Instantes de soledad; instantes de plenitud. Instantes en los que la
mente cae en un estado de inconsciencia y la mirada se queda absorta. Instantes
que, allá en torno a la década de 1750, el pintor francés Jean Simèon Chardin dejó
plasmados en toda una serie de cuadros que pudimos observar en la exposición
que, comisariada por Pierre Rosenberg, fue inaugurada el pasado año en el Museo
del Prado.
Mirar y enmudecer. Simplemente mirar. Mirar y sentir el aire que infla
una pompa de jabón, el calor que desprende una taza de té humeante, la suavidad
de una madeja de lana que rueda por el suelo… Mirar y sentir para descifrar el
lenguaje de la mirada silenciosa que un niño y una dama entrecruzan, percibir
el aire que envuelve a las frutas y a los enseres domésticos que pueblan una
naturaleza muerta… No se puede hacer más, pues no hay nada más. No hay
historia, apenas anécdota. Asuntos banales, tan banales como grandes, como trascendentes.
Pintura de nada. Pintura “de pintura”. Pintura que sólo un gran pintor, quizá
sólo un artista, puede hacer, dejándose seducir por la belleza de las cosas
sencillas, por la belleza de la vida. Mirando las cosas como si las viera por
primera vez. Pintando con el corazón.
Jean Baptiste Simeón Chardin, Dama tomando té, 1735 |
Así lo hizo Chardin… Y tocó con una varita mágica los objetos que tenía
ante sí haciendo que brillasen. Y tocó con el pincel las acciones más
cotidianas haciendo que se detuviesen en el tiempo, que lo suspendiesen, que se
introdujeran en el ámbito de lo atemporal, que se tornasen eternas… Eternas no
sólo en una superficie de tela, también en la mente de un niño jugando o
aprendiendo a leer, en la mente de una dama dándole vueltas con una cucharilla
a una taza de té, en la mente de todo aquel cuya atención gire, aunque sea sólo
por un instante, junto a las vueltas de una peonza o a los devaneos de una nube
de humo que se evapora en el aire…. En la de todo aquel, en definitiva, cuya
mirada tenga la suerte de posarse en las naturalezas muertas y en los cuadros
de género en los que a partir de la década de 1730 Chardin dejó plasmada la
duración de los estados de ensimismamiento, las pausas naturales de acciones
que, unas veces han comenzado, otras están a punto de hacerlo y otras lo han
hecho y han sido detenidas por un instante para ser reanudadas de nuevo.
Ni un ápice de los devaneos eróticos de la pintura galante. Ni un atisbo
del ambiente festivo y viciado de los cuadros de Watteau, de Boucher o de
Fragonard. Ni un resquicio de ese brillante y exuberante colorido que poblaba
las naturalezas y los salones de la Pintura Rococó, cuyo carácter empalagoso,
cargante y decorativo, hacia la mitad de siglo hizo que surgiera un movimiento
de reacción en contra de ésta. El Neoclasicismo hizo su labor dentro del mismo,
pero las grandes hazañas de los héroes del pasado y la estética de Winckelman
no fueron las únicas vías para ello. Chardin lo hizo de otra forma. Lo hizo
convirtiendo la naturaleza muerta en el tema principal de su obra a partir de
los años treinta, introduciendo en ella la figura humana a partir de 1733 y
colándose en los hogares de la burguesía a partir de 1738 para dejar constancia
del devenir de la vida cotidiana y de los quehaceres domésticos de mujeres y
niños, como ya hicieron los autores de las obras de género holandesas del siglo
anterior.
Jean Baptiste Simeón Chardin, Pompas de jabón, 1733-34 |
Veracidad, naturalidad, cotidianeidad y sencillez envueltas de tonos
terrosos son las armas que Chardin, Carle Van Loo, Vien y Greuze emplearon al
servicio de esa categoría en la que Michael Fried inscribió la pintura de
mediados del siglo XVIII y que Chardin no sólo perpetuó, sino que purificó y
secularizó hasta convertir en un tema “específicamente francés”: la categoría
del ensimismamiento.
La niña que juega con su volante no nos mira, el niño que infla su pompa
de jabón tampoco. Nadie nos mira en los cuadros de Chardin. Parece que nunca
hubiéramos existido en su mente. El tiempo transcurre y seguimos sin hacerlo.
No lo hacemos cuando nos posamos frente a alguno de ellos, pues cuando eso
ocurre, nuestra mente sale de nuestro cuerpo para posarse sobre aquel
insignificante y efímero objeto que mantiene absorta la mirada de ese niño, o
sobre esos “reflejos rojos que una pirámide de fresas silvestres provoca en los
flancos de un vaso medio lleno de agua cristalina”… Y es que como dijo Proust:
“si todo ello nos parece bello al contemplarlo es porque a Chardin le pareció
bello pintarlo, y le pareció bello pintarlo porque le parecía bello verlo”. “Y
es que este florero de porcelana es la porcelana, es que esas aceitunas están
realmente separadas de la vista por el agua que nadan, es que basta coger esas
galletas y comerlas, abrir esa naranja y exprimirla, ese vaso de vino y
beberlo, esas frutas y pelarlas, ese paté y hundir el cuchillo en él…” afirmó
Diderot en el Salón de 1763… Y es que a Chardin le basta con encender un
dispositivo especial en la mirada, para que una “suerte de magia” consiga que
el color rojo de la pirámide de fresas logre que, sin saborearlas, podamos
paladearlas, y que además seamos capaces de regocijarnos con la eterna finitud
de una jugosa pompa de jabón a punto de romperse.
Jean Baptiste Simeón Chardin, Cesta de fresas salvajes, 1750 |
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