Navegaba el barco italiano
en el que Botero abandonó Colombia con tan sólo veinte años, cargado de jóvenes
sudamericanos que -como él- viajaban rumbo a Europa llenos de ilusión. Atracó
éste en Barcelona, la ciudad condal, para pocos días después enviar al sudamericano
a la capital. Imagínese al artista saltándose sus clases de la Academia de
Bellas Artes de San Fernando para postrarse al punto frente a un Velázquez
en el Museo del Prado. Admirando la pose del pintor andaluz con su paleta y su
traje de aposentador real, frente a las efigies del rey Felipe IV y de su
esposa Mariana de Austria.
Véasele así, absorto frente a sus enanos e infantas. Y así, frente su Venus
del espejo. Y así, frente a un sinfín de obras del maestro andaluz y de
otros tantos, que le llevaron a parafrasear múltiples pinturas “antiguas” e,
incluso, a retratarse como si el mismo maestro se encarnase en su persona. Ahí
está el pintor, con un sombrero de ala ancha y pantalones abombados, frente a
una voluptuosa “Venus” desnuda de cabello negro y uñas rojas. Mírese cómo echa
la vista al frente en busca de aquel modo mejor de plasmar en Autorretrato
según Velázquez (1986) ¿su belleza?
“Yo no pinto gordos”, decía una y otra vez cuando se le preguntaba. Pintaba
-y esto último no lo decía él, sino el Art News- “fetos engendrados por
Mussolini con una campesina imbécil”. “Mujeres que no pueden mantener relación
alguna con los hombres, ni entregarse o unirse a ellos, en tanto que éstos, a
su vez, se ven sometidos a las mismas limitaciones”. Presas de una especie de
fatalidad de la que no es posible escapar, las criaturas de Botero pueden
tenerse cariño, desarrollar una relación débil y ensoñadora, pero nunca conocer
pasión alguna -decía Mariana Hanstein-. Porque esos “monstruos monumentales” de
aspecto infantil y ridículo no nos transmiten otra cosa que benevolencia e inocentes
-por no decir, inexistentes- intenciones. Sensaciones, pese a la impasibilidad
y carencia de individualidad de los mismos, que ante las obras que el Museo
de Bellas Artes de Bilbao muestra en “Botero. Celebración”, podemos
calificar de “tiernas”.
¿Sin embargo, qué es aquello que, en especial, esta exposición celebra?
Podría decirse -o dicen al menos- que el 80 aniversario del nacimiento del
pintor, que vino al mundo en Medellín (Colombia) el 19 de Abril de 1932.
Pero, más allá de esta circunstancia biográfica, podría afirmarse que celebra
tantas cosas como el contenido de sus obras sugieren. “Mis criaturas nunca han
pretendido tener alma”, dijo en una ocasión el colombiano. Y, sin embargo, a
través de los temas que éstas componen, pretendía expresar -o celebrar- lo
propio del alma de América Latina: tan vasta en extensión, tan proclive a las fiestas
y al colorido, tan aficionada a la siesta y a la buena mesa… -He ahí el vital
cromatismo y la opulencia de las mismas-…
Convertir sus obras en quintaesencia de una comunidad que, sin dejar de
sumarse a la modernidad, ansiaba -y así lo habían demostrado ya hacia los años
veinte en México Diego Rivera, Frida Kahlo, José Clemente
Orozco o Álvaro Siqueiros (cuyas obras Botero había conocido en
varias visitas a este país)- hallar y dejar constancia de su propia identidad.
Ejemplo de ello son esos Bailarines de 2002, ese Nuncio de
2004, esa Gente del circo con elefante de 2007 o ese Contorsionista
de 2008 presentes en la muestra, pues, pese a su opulenta sensualidad, pese a
su exageración formal y deformidad y, en definitiva, pese a la importancia de
su plasticidad, muestran la importancia que los temas populares cobran en sus
obras: Motivos clericales tomados de la imaginería barroca latinoamericana,
pintorescos personajes extraídos del mundo del circo mexicano, escenas
procedentes del ámbito de la tauromaquia, retratos anti-heroicos de monarcas a
caballo y anti-eróticos desnudos femeninos, naturalezas muertas…
Pero no
podemos obviar, para ofrecer una idea ajustada del pintor, esas versiones que
hizo de las obras de los primitivos italianos, que siempre le interesaron
especialmente -Giotto, Piero Della Francesca, Paolo Ucello…-, y de otros
tantos pintores “antiguos” como Van Eyck, Rafael o Ingres,
que vio durante sus viajes por Europa -a Florencia, a Venecia, a París…-. Éstas
muestran cómo, a pesar de haber conocido de primera mano en EE.UU las obras de Pollock,
de Rotcko o de Warhol, es el arte tradicional el que siempre
ha interesado al pintor, que, yendo a contracorriente, ha creado en sus obras
desde finales de los años 60 -cuando su estilo maduró- hasta hoy, un
universo particular.
Para algunos, las obesas criaturas que lo habitan no son más que personajes
estereotipados impasibles y carentes de emociones. Para otros, el trasunto de
una sensación trágica; de un abultado mundo que expresa un sufrimiento
anquilosado. “Una pesadilla” -diría Moravia-, pues “en torno a ellos la vida se
desarrolla pacíficamente pero también indolentemente (…). Ese mundo se ha
vuelto tremendamente lento y gordo. Esa desazón es el origen de su vista del
universo con tan pesadas articulaciones…”
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La cornada, 1988. (PUBLICADO EN LA SECCION DE ARTE DE "CULTURAMAS" EL 18 DE OCTUBRE DE 2012) |
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