Colaboraciones en revistas especializadas y periódicos realizadas entre 2011 y 2019 por María Fraile Yunta, historiadora del arte y periodista cultural especializada en arte español del siglo XX

jueves, 20 de diciembre de 2012

Buenas noches, amigo

       Ha llegado la hora, las agujas del reloj apuntan que ha llegado el momento de penetrar en aquel lugar incierto. ¿Pero acaso algún lugar aguarda cuando las agujas del reloj se paran?: no más que el que indique el tiempo reflejado en el espejo. Doce horas, setecientos veinte minutos y mil cuatrocientos cuarenta segundos para iniciar el tránsito. No es posible hablar de otra cosa al tratar la obra de Pablo Sicet.

He ahí, en un lugar llamado “entre”, como decía Francisco Rivas. Sí, entre las doce del medio día y las doce de la noche del día de hoy -en este caso-: el tiempo en el que las agujas del reloj se paran. El tiempo en el que la vida se agota, según las profecías Mayas, para dar paso a un lugar desconocido, a un país imaginario (que no por eso irreal) quizá llamado Olontia, donde el recuerdo duele tanto que termina por borrar el pasado.

Nadie habita ya en este país. O acaso sólo lo haga ya el olvido. “Donde habite el olvido” decía Luis Cernuda…, pues el deseo configura un lugar donde el edén está lleno de ausencias, de anhelos que marcan el tránsito hacia el paraíso perdido de cada cual: aquel que ya no existe, aquel que se perdió cuando arrancaron al feto del útero materno y que produce dolor cuando se intenta recuperar frente a un espejo que se rompe. Y el espejo vuelve a romperse… 
                           
“Tuvimos que abandonar la casa familiar, un caserón que yo recuerdo enorme, donde nací y me crié, donde me fui abriendo al mundo. En la parte trasera de aquella casa, en los corrales y en las caballerizas, era donde de pequeño jugaba con mis amigos de la calle. Y un año, al volver de vacaciones me encontré con que mi casa ya no era mi casa y que mi familia había tenido que mudarse a una de las casitas que mi padre había construido en los buenos tiempos para alojar al capataz, al químico y al personal de su empresa de aceites y jabones…”, decía Pablo Sicet…

Y es que en Olontia, como decía Rivas, el tiempo se detuvo para siempre en la hora del crepúsculo, en aquella hora en que las heridas dejan una marca que duele hasta el punto de configurar un lugar catártico: “una carta que ya nadie volverá a leer, un puñal que el tiempo no tardará en oxidar, unas almenas tras las que ya nadie espera, chimeneas, pirámides y zigurats deshabitados, conjuros sordos, brasas…, un lugar donde no existe el deseo y la libertad se cubre de nieblas.”

Los relojes no se derriten, las agujas giran hacia delante, pero lo hacen no antes de girar hacia atrás, hacia un lugar que, si bien no es esa arcadia original perdida para siempre, sí al menos es un ámbito que posee “el embrujo de las tierras vírgenes, el color de la pasión, el sabor de la aventura, pues en las cenizas del recuerdo germinan los brotes del futuro. Edificada sobre las cenizas del pasado, la gran historia de Olontia aún está por escribir”, -decía el mismo autor-.

Sólo cuando el pasado deja de doler es posible decir, como decía Jaime Gil de Biedma, el poeta que un día le abrió la puerta de su casa de Nava de la Asunción (Segovia) al autor de esta muestra de relojes llamada Las horas del día: “Las horas no han pasado todavía, tú no sientes cómo el tiempo se adentra en esta habitación con la luz encendida, que deprisa, en mi cama esta noche, animalito, con la simple nobleza de la necesidad mientras que te miraba, te quedaste dormido”. Los contornos de ese país tranquilo, son los de tu cuerpo. “Así pues, buenas noches”, amigo.
                                                                                                        

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