Ha llegado la hora, las agujas del
reloj apuntan que ha llegado el momento de penetrar en aquel lugar incierto.
¿Pero acaso algún lugar aguarda cuando las agujas del reloj se paran?: no más
que el que indique el tiempo reflejado en el espejo. Doce horas, setecientos
veinte minutos y mil cuatrocientos cuarenta segundos para iniciar el tránsito. No
es posible hablar de otra cosa al tratar la obra de Pablo Sicet.
He ahí, en
un lugar llamado “entre”, como decía Francisco Rivas. Sí, entre las doce del
medio día y las doce de la noche del día de hoy -en este caso-: el tiempo en el
que las agujas del reloj se paran. El tiempo en el que la vida se agota, según
las profecías Mayas, para dar paso a un lugar desconocido, a un país imaginario
(que no por eso irreal) quizá llamado Olontia, donde el recuerdo duele tanto
que termina por borrar el pasado.
Nadie habita
ya en este país. O acaso sólo lo haga ya el olvido. “Donde habite el olvido”
decía Luis Cernuda…, pues el deseo configura un lugar donde el edén está lleno
de ausencias, de anhelos que marcan el tránsito hacia el paraíso perdido de
cada cual: aquel que ya no existe, aquel que se perdió cuando arrancaron al
feto del útero materno y que produce dolor cuando se intenta recuperar frente a
un espejo que se rompe. Y el espejo vuelve a romperse…
“Tuvimos que
abandonar la casa familiar, un caserón que yo recuerdo enorme, donde nací y me
crié, donde me fui abriendo al mundo. En la parte trasera de aquella casa, en
los corrales y en las caballerizas, era donde de pequeño jugaba con mis amigos
de la calle. Y un año, al volver de vacaciones me encontré con que mi casa ya
no era mi casa y que mi familia había tenido que mudarse a una de las casitas
que mi padre había construido en los buenos tiempos para alojar al capataz, al
químico y al personal de su empresa de aceites y jabones…”, decía Pablo Sicet…
Y es que en
Olontia, como decía Rivas, el tiempo se detuvo para siempre en la hora del
crepúsculo, en aquella hora en que las heridas dejan una marca que duele hasta
el punto de configurar un lugar catártico: “una carta que ya nadie volverá a
leer, un puñal que el tiempo no tardará en oxidar, unas almenas tras las que ya
nadie espera, chimeneas, pirámides y zigurats deshabitados, conjuros sordos,
brasas…, un lugar donde no existe el deseo y la libertad se cubre de nieblas.”
Los
relojes
no se derriten, las agujas giran hacia delante, pero lo hacen no antes
de girar hacia atrás, hacia un lugar que, si bien no es esa arcadia
original perdida
para siempre, sí al menos es un ámbito que posee “el embrujo de las
tierras
vírgenes, el color de la pasión, el sabor de la aventura, pues en las
cenizas
del recuerdo germinan los brotes del futuro. Edificada sobre las cenizas
del
pasado, la gran historia de Olontia aún está por escribir”, -decía el
mismo
autor-.
Sólo cuando
el pasado deja de doler es posible decir, como decía Jaime Gil de Biedma, el
poeta que un día le abrió la puerta de su casa de Nava de la Asunción (Segovia)
al autor de esta muestra de relojes llamada Las
horas del día: “Las horas no han pasado todavía, tú no sientes cómo el
tiempo se adentra en esta habitación con la luz encendida, que deprisa, en mi
cama esta noche, animalito, con la simple nobleza de la necesidad mientras que
te miraba, te quedaste dormido”. Los contornos de ese país tranquilo, son los
de tu cuerpo. “Así pues, buenas noches”, amigo.
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